Alegría o deseo en la pasión o el acto. Spinoza

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PROPOSICIÓN LVIII

Además de aquella alegría y aquel deseo que son pasiones, hay otros afectos de alegría y de deseo que refieren a nosotros en cuanto obramos.

Demostración: Cuando el alma se concibe a sí misma y concibe su potencia de obrar, se alegra (por la Proposición 53 de esta Parte); ahora bien, el alma se considera necesariamente a sí misma cuando concibe una idea verdadera, o sea, adecuada (por la Proposición 43 de la Parte II). Pero es así que el alma concibe ciertas ideas adecuadas (por el Escolio 2 de la Proposi­ción 40 de la Parte II). Luego se alegra también en la medida en que concibe ideas adecuadas; esto es (por la Proposición 1 de esta Parte), en cuanto obra. Además, el alma, ya en cuanto tiene ideas claras y distintas como en cuanto las tiene confusas, se esfuerza por perseverar en su ser (por la Proposi­ción 9 de esta Parte). Ahora bien, por «esfuerzo» entendemos el deseo, luego el deseo se refiere también a nosotros en cuanto entendemos, o sea (por la Proposición 1 de esta Parte), en cuanto obramos. Q.E.D.

PROPOSICIÓN LIX

De todos los afectos que se refieren al alma en cuanto que obra, no hay ninguno que no se remita a la alegría o al deseo.

Demostración: Todos los afectos se remiten al deseo, la alegría o la tristeza, según muestran las definiciones que de ellos hemos dado. Ahora bien, por «tristeza» entendemos lo que disminuye o reprime la potencia de pensar del alma (por la Proposición 11 de esta Parte y su Escolio), y así, en la medida en que el alma se entristece, resulta disminuida o reprimida su potencia de entender, esto es, su potencia de obrar (por la Proposición 1 de esta Parte). De esta suerte, ningún afecto de tristeza puede referirse al alma en la medida en que ésta obra, y sí, solamente, los afectos de la alegría y el deseo que (por la Proposición anterior) también se refieren al alma en aquella medida. Q.E.D.

Escolio: Refiero a la fortaleza todas las acciones que derivan de los afectos que se remiten al alma en cuanto que entiende, y divido a aquélla en firmeza y generosidad. Por «firmeza» entiendo el deseo por el que cada uno se esfuerza en conservar su ser, en virtud del solo dictamen de la razón. Por «generosi­dad» entiendo el deseo por el que cada uno se esfuerza, en virtud del solo dictamen de la razón, en ayudar a los demás hombres y unirse a ellos mediante la amistad. Y así, refiero a la firmeza aquellas acciones que buscan sólo la utilidad del agente, y a la generosidad, aquellas que buscan también la utilidad de otro. Así pues, la templanza, la sobriedad y la presencia de ánimo en los peligros, etc., son clases de firmeza; la modestia, la clemencia, etc., son clases de generosidad.

Con esto, creo haber explicado y mostrado por sus prime­ras causas los principales afectos y fluctuaciones del ánimo que surgen de la composición de los tres afectos primitivos, a saber: el deseo, la alegría y la tristeza. Por ello, es evidente que nosotros somos movidos de muchas maneras por las causas exteriores, y que, semejantes a las olas del mar agitadas por vientos contrarios, nos balanceamos, ignorantes de nues­tro destino y del futuro acontecer. Ahora bien, ya dije que he mostrado sólo los principales conflictos del ánimo, no todos los que pueden darse. Pues, siguiendo la vía más arriba recorrida, podemos mostrar fácilmente que el amor está unido al arrepentimiento, el desdén, la vergüenza, etc. Es más, creo que ha quedado claro para todos, por lo ya dicho, que los afectos pueden componerse unos con otros de tantas maneras, y que de esa composición brotan tantas variedades, que no puede asignárseles un número. Pero basta a mi propósito con haber enumerado ios principales, pues los demás que he omitido tendrían el valor de cosas curiosas, más que útiles. Queda por hacer, sin embargo, una observación acerca del amor, a saber: que ocurre con frecuencia que, mientras disfrutamos de la cosa que apetecíamos, el cuerpo adquiere, en virtud de ese disfrute, una nueva constitución, por la cual es determinado de otro modo que lo estaba, y se excitan en él otras imágenes de las cosas, y el alma comienza al mismo tiempo a imaginar y desear otras cosas. Por ejemplo, cuando imaginamos algo que suele deleitarnos con su sabor, desea­mos disfrutar de ello, es decir, comerlo. Ahora bien, al disfrutarlo de esa manera, el estómago se llena, y el cuerpo sufre un cambio en su constitución. Y de este modo, si dada ya esa nueva constitución, se mantiene en el cuerpo la imagen de dicho alimento —por estar ese alimento presente-, y, por consiguiente, se mantiene también el esfuerzo o deseo de comerlo, a ese deseo o esfuerzo se opondrá aquella nueva constitución y, consiguientemente, la presencia del alimento que apetecíamos será odiosa, y esto es lo que llamamos hastío y repugnancia. Por lo demás, he dado de lado aquí a las afecciones exteriores del cuerpo que acompañan a los efectos, como son el temblor, la palidez, los sollozos, la risa, etc., porque se refieren sólo al cuerpo, sin relación alguna con el alma.

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